Una vez, hubo un primer latido. Durante el embarazo y desarrollo del feto, ya en las primeras semanas, el corazón comienza a latir. Y es curioso, a la vez que funciona a tan temprana edad, continúa desarrollándose, pues el código genético que lo codifica necesita del ambiente cambiante que lo abraza, en la cavidad torácica, para así poder completar su desarrollo. Su misión, no hay duda, nuestro motor incansable. Una máquina imparable que una vez comienza a funcionar no se puede detener. El día que desfallece y lanza su último latido, al son de su eco nos desvanecemos en la oscuridad de la eternidad.
Aunque yo soy amante del cerebro, curiosamente es el corazón el que asociamos al amor. Ambos órganos son esenciales y se compenetran muy bien, aunque no siempre. Como diría un cardiólogo de profesión, escritor de vocación y amigo, Jochy Herrera: “Desde otro ángulo, nos inquieta la idea de que la verdadera forma del corazón no sea la proveniente de su anatomía sino la que adquiere al ser moldeado por asuntos allende su existencia de monótono músculo rojo: el desamor, el pesar o la melancolía, el odio, la pasión o el rencor”. Nuestro combustible en circulación pasa a través de él sin pausa, de manera ordenada, y nuestro corazón palpitante lo expulsa, al son de los tambores (sístole y diástole), y nos hace sentir la vida cada segundo de nuestra existencia.
El corazón es la esencia del sistema circulatorio; como algunos dicen, un músculo hueco. Está compuesto por dos aurículas, que reciben sangre, y dos ventrículos, que la expulsan. La sangre sin oxígeno que recogen las venas llega de vuelta al corazón, se recarga con nuevo oxígeno en los pulmones y libera el tan peligroso dióxido de carbono, y el corazón vuelve a lanzarlo a nuestro torrente sanguíneo a través de nuestras arterias. La fuerza es tal, que llega hasta los microscópicos, y casi siempre al final del camino, capilares. La misión del corazón y del sistema circulatorio, un complejo sistema de cañerías, es proporcionar nutrientes y oxígeno a cada una de las células de nuestro organismo. Es decir, la leña para sus hogueras.
El corazón se excita a sí mismo, se contrae espontáneamente, y no depende como el músculo esquelético de un estímulo externo. Ahora bien, la frecuencia de los latidos se ve alterada, como bien sabemos, por varias hormonas, por el mismo cerebro, cuando practicamos deporte, en la exaltación del amor, o simplemente con un café. El electrocardiograma (ECG) es una forma de ver y entender la actividad eléctrica de nuestro corazón. Nos permite descifrar de manera minuciosa y rápida cada paso de cada latido de nuestro corazón. Dichas contracciones se originan en el nodo sinusal y de ahí de distribuyen hasta la red de Purkinje, al final del trayecto. Todo está coordinado por nuestro sistema nervioso autónomo cuya función es aumentar o disminuir la fuerza y ritmo de cada contracción. Este proceso se repite en un adulto una media de 70 veces por minuto. Es decir, a los 80 años, el corazón habrá latido unos 3.000 millones de veces. ¡Ni las pilas Duracell lo superan!
La fuerza del corazón reside en su miocardio, que está compuesto por cardiomiocitos. En un cultivo celular de cardiomiocitos, estos comienzan a contraerse de forma individual y espontánea, y al final todos a la vez de manera sincronizada. Se comunican unos con otros y esto hace que el corazón funcione como un todo, a golpe de tambor. Las causas genéticas, los malos hábitos de vida, o simplemente la edad, llevan al desarrollo de enfermedades cardiovasculares como el infarto de miocardio, muerte súbita, arritmias o miocardiopatías. “Como el agua gasta lentamente la piedra, así el tiempo gasta los corazones”, dijo Johann W. von Goethe.
Además de sentir los cambios de presión arterial a través de los barorreceptores, ¿tendrá nuestro corazón la habilidad de sentir como sentimos nosotros? Algún día lo sabremos. William Harvey describió por primera vez la circulación de la sangre a través del corazón en el siglo XVII, y dijo: “El corazón de las criaturas es la fundación de la vida, el principio de todo del sol del microcosmos, donde toda la vegetación depende, del vigor y la fuerza del flujo”. Siempre fue así. Desde aquel primer latido.