martes 19 marzo 2024

Caneliñas: agonía de la última ballenera de Galicia

Un libro y un documental rescatan la memoria de la factoría de Cee, adonde llegó en 1985 el último cetáceo antes de la moratoria que prohibió su pesca

El 21 de octubre de 1985, el marinero Miguel López, a bordo del buque IBSA Tres, cargó el arpón y disparó por última vez en España contra una ballena. Horas después, el rorcual común (Balaenoptera physalus) de 17,70 metros de longitud, llegaba remolcado a la factoría de Caneliñas, en Cee. Después de siglos de explotación, con sus altibajos, fue el último gran animal que se despiezó en España, debido a la moratoria internacional que prohibía la caza de los cetáceos.

Caneliñas fue, junto a Balea (Cangas) y Morás (Xove) una de las tres plantas de procesado de ballenas en Galicia, que durante la segunda parte del siglo XX monopolizaron esta práctica. La planta de Cee había recibido su primera ballena en noviembre de 1924, después de construirse por iniciativa de empresarios noruegos. Antes, durante cientos de años, la pesca indiscriminada llevó a varias especies de estos gigantes marinos al borde de la extinción y, al mismo tiempo, generó grandes beneficios, pero también bancarrotas, en las empresas que apostaron por la industria. Más de 35 años después de que Caneliñas recibiese el último gran cetáceo, la factoría, en ruinas y esquilmada, languidece ante la falta de iniciativas para mantener los vestigios de un mundo que parece lejano, pero que permanece, en parte, en la memoria de la zona.

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En los últimos tiempos, a través del boca a boca y las redes sociales, mucha gente ha descubierto Caneliñas gracias a dos obras documentales: el libro Chimán. La pesca ballenera moderna en la península Ibérica, de Álex Aguilar, catedrático de Biología de la Universitat de Barcelona, que trabajó durante años como biólogo en Caneliñas, y el documental interactivo Caneliñas, a costa das baleas, de las periodistas Paula Castiñeira y María González Figueroa. Dos visiones que se entremezclan a través del valioso archivo fotográfico que Aguilar conserva de sus años en Caneliñas y su trabajo de investigación y supervisión de las ballenas, y también mediante los testimonios y documentos de trabajadores y vecinos recogidos por Paula y María. Niños y niñas que se criaron entre montañas de vísceras de varios metros de altura, operarios japoneses pasando su tiempo de ocio en verbenas gallegas, vértebras enormes dorándose al sol o bombas lapa contra los buques balleneros en los puertos de Corcubión y Marín son escenas que podrían formar parte de una novela exótica de aventuras que, sin embargo, ocurrió al lado de un lugar que hoy desconoce o, en buena parte, ha olvidado totalmente aquellos años.

El chimán

Portada de Chimán, libro de Álex Aguilar.
Portada de Chimán, libro de Álex Aguilar.

El título del libro de Álex Aguilar hace referencia al nombre que los balleneros daban a los ejemplares de mayor tamaño que capturaban, entre los que son los mamíferos más grandes y pesados del mundo. Además de sus años de trabajo sobre el terreno, el catedrático contextualiza toda la historia de la industria ballenera, desde las andanzas casi mitológicas de los marineros vascos en la Edad Media, las expediciones holandesas de la Edad Moderna o la caza indiscriminada de países como Noruega, Japón o Estados Unidos en tiempos más recientes.

«Como estudiante de Biología comencé a colaborar con un grupo de la Universidad de Barcelona, con el que creamos un equipo para estudiar los cetáceos que llegaban varados a las playas, algo parecido a lo que ahora hace la CEMMA en Galicia», recuerda Aguilar. Aquel trabajo, en el que acudían a las factorías balleneras a buscar muestras, llevó a Álex a desarrollar su tesis doctoral sobre la biología del rorcual común. Posteriormente, debido a que la Comisión Ballenera Internacional (CBI) exigía a los países miembros la información necesaria para cumplir con criterios de pesca sostenible, los biólogos entraron a formar parte de la vida diaria en las balleneras.

Miguel López, arponero que capturó la última ballena en España, en 1985, a bordo del IBSA UNO. Archivo de Álex Aguilar.
Miguel López, arponero que capturó la última ballena en España, en 1985, a bordo del IBSA UNO. Archivo de Álex Aguilar.

«Nuestra función consistía en proporcionar a la Comisión la información necesaria para desarrollar modelos matemáticos y calcular cuotas de captura. En cierta medida, intentábamos hacer posible la pesca». Sin embargo, sobre todo en un primer momento, los científicos fueron vistos con recelo. «Si se cometía una infracción, como por ejemplo la de capturar ejemplares por debajo de la talla mínima, pues había que notificarla, y eso no era un trago fácil algunas veces», recuerda Aguilar.

Además de la colaboración con la industria, de aquellos años de investigación surgió un importante conocimiento científico sobre la alimentación de los grandes cetáceos, su diversidad genética o sus poblaciones.

¿Por qué se acabó Caneliñas?

Desde comienzos de los años 50 del siglo XX, la actividad ballenera resurgió con fuerza en la costa gallega. Para el equipo científico que llegó a finales de los 70 a Caneliñas fueron años de un trabajo frenético y apasionante, en el que la ballenera funcionaba como uno de los motores económicos de las comarcas de Muros y Fisterra. Sin embargo, estaban a punto de pagar los platos rotos de siglos de destrucción indiscriminada.

La última ballena llegó a la factoría en octubre de 1985, pero hay que remontarse bastantes años atrás, y tener en cuenta una conjunción de factores de todo tipo, para entender por qué Caneliñas acabó en ruinas. El salto tecnológico desde comienzos del siglo XX permitió que la maquinaria de captura se perfeccionase. Se estima, según anota en su libro Álex Aguilar, que durante la primera mitad del siglo XX se aniquilaron más de 1,3 millones de ballenas en todo el planeta. El despertar de la conciencia ecologista y su eco mediático hicieron que aumentasen las críticas hacia la industria ballenera, y la autoridad política se vio en la situación de escuchar la creciente reivindicación social.

Las protestas ecologistas suben de tono y Galicia llega a ser escenario de campañas de Greenpeace, que se lanza al mar para protestar contra la actividad ballenera. Se producen ataques con bombas lapa contra buques balleneros en los puertos de Corcubión y Marín, cerca de las factorías de Caneliñas y Balea. En este momento, ya se limita la captura de grandes cetáceos al rorcual común.

Rorcual común, en la rampa de Caneliñas, en 1981. Archivo de Álex Aguilar.
Rorcual común, en la rampa de Caneliñas, en 1981. Archivo de Álex Aguilar.

La moratoria aprobada en 1982, que en principio sería provisional, y revisada en un horizonte de cinco años, aún dura hasta hoy. «El comité científico hizo su trabajo y expuso las opciones para reanudar la pesca, pero la decisión política fue clara; no se iba a permitir», recuerda Aguilar, que sostiene que hoy la pesca comercial y regulada de grandes cetáceos podría ser sostenible. En la actualidad se mantiene la prohibición de captura comercial en casi todo el planeta, con algunas excepciones, como las autorizaciones de pesca de subsistencia para algunas comunidades árticas. Y otros países de tradición ballenera mantienen sus propias cuotas. «Japón, que salió de la Comisión Ballenera Internacional, Noruega o Islandia hacen prácticamente lo que quieren, porque la CBI es un organismo poco más que decorativo», lamenta Aguilar.

Después de la moratoria que entró en vigor en 1985, IBSA (Industria Ballenera SA), empresa propietaria de Caneliñas, mantuvo la factoría durante años con la esperanza de que se reanudase la pesca, pero finalmente acabó embargada y abandonada, deteriorándose hasta hoy. El tiempo se paró dentro de las paredes de la fábrica, aunque poco a poco, gota a gota, comenzó un silencioso expolio. Apenas quedan piezas de valor en la actualidad.

La memoria que aún permanece

«Mi tía abuela trabajó ocho años en la ballenera y me enteré mucho más tarde, casi de casualidad», recuerda María Gonzalez Figueroa, una de las autoras de A Costa das Baleas. Tanto a ella como a Paula les sorprendió, durante la elaboración del documental, el desconocimiento entre los vecinos de la zona sobre lo que pocas décadas atrás ocurrió en Caneliñas.

Si no fuese por la rampa que ayudaba a llevar las ballenas hasta la puerta de la factoría, donde descansan ahora lanchas de madera, pocas señales podrían contar hoy que allí se procesaban estos gigantes del mar. A Caneliñas se accede a través de un desvío de la carretera N-550 (Cee-Ribeira) poco antes de llegar a los núcleos de Ézaro y O Pindo. La ensenada está protegida por un monte de piedra desnuda. Y a su abrigo, además de la nave en ruinas, aguantan algunas casas. En una de ellas vive Josefina Outes, que trabajó en la ballenera desde muy joven hasta el momento en que cerró. Paula y María cuentan lo «doloroso» que es para ella ver entre escombros el lugar en el que pasó buena parte de su vida. Una visión con la que coinciden muchas de las personas entrevistadas en el documental. «A todos les parece fatal, muy triste, y todos coinciden en que podría convertirse en algún tipo de museo, un centro de interpretación de la industria ballenera… Algo que recuerde todo lo que pasó aquí», cuentan las periodistas.

Josefina Outes, cortando carne de ballena en 1974 en Caneliñas. Archivo de Álex Aguilar.
Josefina Outes, cortando carne de ballena en 1974 en Caneliñas. Archivo de Álex Aguilar.

Del esplendor ballenero en Galicia quedan apenas recuerdos de quien lo vivió de primera mano, además de algunos documentos y materiales que se conservan en el Museo Massó de Bueu o los Museos do Mar en Vigo y San Cibrao. El único barco que se salvó del desguace, el IBSA UNO, está expuesto en un museo de Noruega. En algunas casas se guardan también piezas de artesanía que usan las barbas y los huesos de los cetáceos o el marfil de los colmillos del cachalote, material muy apreciado para estas tallas. Pero el epicentro de toda esta actividad languidece, cuando no ha desaparecido. La ballenera de Morás, en Xove, se trituró hace unos años para convertirla en pavimento para carreteras. La de Balea, en Cangas, está cerrada, y buena parte de su material se conserva en el museo Massó. En Caneliñas, ni siquiera eso.

Imagen reciente del interior de la factoría de Caneliñas. Foto: R. Pan.
Imagen reciente del interior de la factoría de Caneliñas. Foto: R. Pan.

«Tenían todo el material dentro, y habría costado muy poco conservarlo. Yo, de hecho, contacté con la Xunta para intentar hacer algo, y me respondieron, literalmente, que muchas empresas cerraban y que no podían ocuparse de cada una de ellas. Creo que Galicia debería reconsiderar su relación con su pasado y con este patrimonio. Es algo que no pasa en otros lugares, como por ejemplo el País Vasco, donde muestran con orgullo el legado de la pesca ballenera en los siglos XV o XVI», reflexiona el catedrático Álex Aguilar.

La memoria material se cruza con las vivencias de quien trabajó en Caneliñas y, según destacan Paula Castiñeira y María González, con algunos de los hitos sociales que generó la actividad en la fábrica. «Al investigar sobre la factoría, nos llamó la atención, por ejemplo, que en los años 20, la primera huelga convocada oficialmente por el sindicato de Corcubión fue debido a la protesta por las malas condiciones laborales que había en la fábrica.

Y allí también creció una conciencia feminista, porque las mujeres de la ballenera, que hacían un trabajo muy duro, muy físico, se hicieron valer y lucharon para conseguir que les igualasen salarios y mejorasen condiciones. Al principio, no tenían ni vestuarios ni aseos propios, ni comedor, y consiguieron que todo esto se les habilitase. Y, al mismo tiempo, para muchas mujeres, el hecho de trabajar aquí supuso una independencia económica que también les ayudó en sus vidas», cuentan las autoras de A Costa das Baleas.

Junquera Domínguez Senlle, María Jesús Beiro, Angélica Outes Carballo y Maruja do Carteiro, en 1981, cortando carne de ballena. Archivo de Álex Aguilar.
Junquera Domínguez Senlle, María Jesús Beiro, Angélica Outes Carballo y Maruja do Carteiro, en 1981, cortando carne de ballena. Archivo de Álex Aguilar.

Parte de los recuerdos de los años balleneros en Caneliñas rescatan escenas pintorescas, como las de los trabajadores japoneses que durante más de 10 años estuvieron en la factoría. «Hasta los años 60 no era posible mantener una cadena de frío, por lo que la carne no se podía exportar y sólo una pequeña parte se vendía en proximidad. Por tanto, el principal producto era el aceite. Pero cuando se consigue mantener la carne refrigerada, las empresas japonesas empiezan a interesarse por Caneliñas, y ofrecen un precio de 5-6 veces lo que se pagaba en España, porque allí se aprecia mucho», expone el catedrático de la UB.

María Jesús Beiro Outes y Marcelina Outes Pérez conversan con el operario japonés Kameda, en 1980. Archivo de Álex Aguilar.
María Jesús Beiro Outes y Marcelina Outes Pérez conversan con el operario japonés Kameda, en 1980. Archivo de Álex Aguilar.

Es así como llega a Caneliñas un grupo de operarios nipones que, en poco tiempo, se integran en la comunidad local. «Las empresas envían personal para enseñar a los trabajadores gallegos a preparar la carne, con determinadas condiciones de higiene, un tipo de corte, etc.». Se hospedaban en el hostal Buenos Aires, de O Ézaro, regentado por Joaquín Cambeiro. «A Joaquín y a su mujer Dolores los llamaban, ‘papá y mamá de España’. En el hostal aprendieron a cocer el arroz al estilo japonés, y empezaron a utilizarlo en muchos platos. Y ellos, a su vez, también se sumergieron en la vida diaria de Galicia, acudiendo a verbenas y conociendo el país.

Todo aquel pasado confluye en unas instalaciones ruinosas y, además, peligrosas para quien en un arrebato de nostalgia y curiosidad decida adentrarse en la factoría. Hay algunas zonas muy deterioradas, y pozos de bastante profundidad inundados por el agua. Como parte del documental A Costa das Baleas, que tendrá un formato interactivo, las autoras han desarrollado una recreación en tres dimensiones de la ballenera, que junto a las más de una decena de entrevistas que han realizado, ofrecerán un viaje al pasado que pretende ser también una llamada a la recuperación del espacio. El tiempo corre y la memoria se difumina.

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