Xoves 28 Marzo 2024

Cerebros conectados a Internet: la era cyborg

El desarrollo frenético de las nuevas tecnologías intelectuales podría estar empujándonos hacia distopías cyberpunks. Las tecnologías intelectuales incluyen todas las herramientas que utilizamos para ampliar o apoyar nuestra capacidad mental: encontrar y clasificar la información, formular y articular ideas, compartir métodos y conocimientos, tomar medidas y realizar cálculos, ampliar la capacidad de nuestra memoria… La máquina de escribir es una tecnología intelectual; también lo son el ábaco, la regla de cálculo, el sextante, el globo terráqueo, el mapa, el reloj, el libro, el periódico, la escuela, la biblioteca, el ordenador, Internet… Y todas ellas, de un modo u otro, han modelado nuestra forma de enfrentar, experimentar, ver, entender, pensar e interpretar el mundo que nos rodea. Todos estos instrumentos son lo que el sociólogo Daniel Bell y el antropólogo Jack Goody han llamado “tecnologías intelectuales”, una idea retomada por el escritor y pensador Nicholas Carr, quien postula que Internet está rediseñando nuestros cerebros. En definitiva, las tecnologías intelectuales son inventos que “a menudo promueven nuevos modos de pensar o extienden a la mayoría de la población modos establecidos de pensamiento que habían estado limitados a un pequeño grupo elitista”, explica Carr.

En apenas dos décadas, hemos visto evolucionar las nuevas tecnologías intelectuales a un ritmo prácticamente imposible de asimilar por la sociedad en su conjunto, generándose subgrupos distanciados por brechas tecnológicas, creadas a su vez por brechas socioeconómicas y que están causando brechas evolutivas. Cuando apenas nos estamos habituando a un nuevo avance tecnológico y este se populariza, los laboratorios de investigación, las factorías tecnológicas y la maquinaria de la mercadotecnia ya están desarrollando e imponiendo en el mercado nuevas necesidades materializadas en nuevas tabletas, computadoras, teléfonos y televisores inteligentes o aplicaciones para ser testadas y consumidas primero por elites. Lo mismo sucede con el desarrollo de los medios de comunicación online y del metamedio, Internet, en cuanto a sus usos. Cuando apenas uno se ha acostumbrado a unos rituales de comunicación, interacción y consumo impuestos por Google, Facebook, Twitter o Amazon, el mundo se disloca y los hábitos y costumbres son remodelados por novedades introducidas en sus interfaces, normas de uso, aplicaciones… Todo es líquido y frenético; nada permanece estable más allá de unos pocos meses, o incluso de unos segundos si hablamos del flujo de la información en medios sociales online. Y nuestro cerebro podría estar siendo alterado por este frenesí tecnológico.

Publicidade

brain-on-the-internetA lo largo de la historia evolutiva del ser humano, el cerebro humano se ha ido adaptando a los impulsos externos generados por las tecnologías intelectuales. Pero en un futuro no muy lejano, el cerebro podría transfigurarse en un órgano tecnológico e integrarse en el catálogo de las tecnologías intelectuales, conectándonos en red mediante la implantación de nanochips. De hecho, ya hay quien avanza que esto sería posible a partir del año 2020. Aquellas distopías de la literatura y del cine cyberpunks de los años 70 y 80 del pasado siglo parecen hoy cada vez más próximas y tangibles. Del lado de la información, y como tal, el del poder, las estamos experimentando ya con los escándalos del programa de espionaje y vigilancia global y masivo de la NSA (la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos), que nos coloca en un escenario de vigilancia global aún más sofisticado que el Gran Hermano de George Orwell, con el uso de tecnologías avanzadas que rastrean comunicaciones a través de correos electrónicos, redes sociales online, llamadas de teléfono, etc. Pero el escenario podría ser aún más fatídico para la libertad del individuo y su privacidad si, como ya se está avanzando, nuestros cerebros terminan siendo parte de un supercerebro global alimentado por cientos de miles, o millones de cerebros humanos convertidos en nodos, conectados en red por diminutos chips incrustados en el centro de operaciones y mando de cada ser humano.

Empresas privadas como Google o Intel tienen un plan para colarse directamente en nuestros cerebros. El propio Larry Page, fundador y director ejecutivo de Google, así lo ha reconocido en el libro In the Plex: How Google Thinks, Works and Shapes Our Lives: “Es factible que pronto tengamos implantes en el cerebro, de modo que si tienes cualquier duda sobre un tema, el implante te dará la respuesta”.

Jenaro García, fundador de Gowex, empresa dedicada a la creación de ciudades conectadas sin cables a Internet, ha incidido recientemente en que el nanochip cerebral con wifi goza de todas las papeletas para convertirse en heredero de los móviles inteligentes. García pronostica un futuro en el que los ciudadanos serán inteligentes por ellos mismos, gracias a la implantación de dispositivos como microchips en el cerebro que nos liberarían de la carga de artefactos como los teléfonos móviles o las tabletas para comunicarnos. Es el advenimiento de una nueva era, la de los cyborgs, en la que ya están trabajando empresas con el desarrollo de nanotecnología especial para ello. Según García, el desarrollo y popularización de estos implantes tecnológicos será “el culmen” del “ciudadano inteligente”.

Esta conceptualización de un ser humano “inteligente por sí mismo”, gracias al implante de estos chips, parece empujar los miles de años de evolución humana hacia un estadio primitivo que solo sería superado, ahora, por un artificio que nos dotaría de una inteligencia superior, argumento que es una paradoja per se, pues contradiría el propio desarrollo de estas tecnologías intelectuales, fruto de la inteligencia e ingenio naturales del ser humano.

Ética y legalidad

Las implicaciones legales y éticas sobre estas tecnologías serán infinitamente más trascendentales que las que ahora conllevan por ejemplo el caso NSA o el uso de las Google Glass en relación a la protección de la privacidad y al control de los ciudadanos. Jenaro García defiende que el usuario decidirá libremente cuándo usar estos chips implantados en el cerebro, y que sus ventajas serían infinitas. Pero, ¿dónde radica la libertad del individuo en un sistema tecnoconsumista totalitario dominado por la mercadotecnia y condicionado por los riesgos de exclusión social que deben asumir los ciudadanos no conectados? Sin duda, la posibilidad de llamar a un taxi, de comprar un billete de avión o de interactuar en diversos idiomas mediante traductores automáticos sofisticados gracias al uso de un chip cerebral sería algo fantástico, no hay duda; pero, ¿estamos dispuestos a renunciar a nuestra privacidad?, ¿queremos estar geolocalizados permanentemente?, ¿estaremos dispuestos a registrar de manera inconsciente todos nuestros datos sobre nuestra salud, hábitos, comportamientos, consumo, relaciones… en un chip cerebral conectado a la Red de redes? ¿Y qué fuerza ejercerán nuestros sueños en estos dispositivos cerebrales y cuáles podrían ser sus consecuencias?

Nicholas Negroponte, fundador del Laboratorio de Medios del Instituto de Tecnología de Massachusetts, ya profetizó a finales de la década de los 60 del pasado siglo la simbiosis entre el ser humano y la tecnología, y auguró como resultado “una conciencia colectiva”, una “mente de colmena” que se alimentaría de las “miles de millones de células de nuestros cráneos que crean la conciencia individual y que juntas obtendrán un nuevo tipo de conciencia que trasciende a todos los individuos”. Treinta años después, en 2001, Negroponte avanzaba en el Campus TI de Valencia que ya se habían realizado experimentos que permitirían “escuchar en los dedos de una mano conversaciones de teléfono” y auguraba por entonces un futuro inmediato —no más de cuatro o cinco años— en el que se efectuarían pagos simplemente a través de un apretón de manos: la mano del cobrador identificaría la mano del pagador y se efectuaría una transferencia bancaria (avances que ni siquiera han sido mostrados tres lustros después al gran público).

Negroponte no ha eludido el problema que suscita para la privacidad del individuo un mundo hiperconectado por tecnologías en red. Pero la solución para él no es una regulación, sino las herramientas de criptografía que permitan manejar de forma segura sus datos a los usuarios; una solución que practican y defienden los nuevos disidentes de esta era, los hackers, simbolizados en WikiLeaks, y que han puesto de manifiesto la absoluta inseguridad de nuestras comunicaciones en red con casos como el escándalo de vigilancia global de la NSA.

Michael Dertouzos, quien fue impulsor del Consorcio de la World Wide Web y director del laboratorio informático del Massachusetts Institute of Technology, defensor de una tecnología humanista, se mostró siempre contrario a la implantación de dispositivos en el cerebro para la transmisión de información.  “Llevar impulsos de luz a la corteza visual de una persona ciega”, decía, “justificaría tal intrusión [tecnológica]”, pero cualquier otra intrusión “innecesaria” sería “una violación de nuestros cuerpos, de la naturaleza”, argumentaba.

Lo que se plantea es una distinción entre procedimientos terapéuticos y de mejora orientados a salvar vidas o a la rehabilitación de personas con discapacidades, por ejemplo, para los cuales se vería lógico y necesario el implante de dispositivos que reactiven o mejoren funciones psíquicas o físicas, y, por otro lado, la intrusión en nuestros cerebros mediante tecnología no vital para la supervivencia o el desarrollo del individuo en su entorno natural y social. A partir de este primer cuestionamiento, se plantean otros como son, como ya se ha señalado, la privacidad del individuo o cuestiones nada baladíes como son los riesgos de estas intervenciones quirúrgicas para la implantación de estos chips cerebrales, su coste, su acceso para todos los individuos sin distinciones, si habrá un estándar para estos dispositivos, cómo se resolvería la obsolescencia de estos chips implantados en el cerebro, si estos serían vulnerables a virus informáticos y cómo afectarían estos al individuo, o sobre los efectos que podrían causar impulsos y pensamientos involuntarios e inconscientes o nuestros sueños.

google_brain¿Y cuál será el impacto psicológico? ¿Cambiarán estos chips cerebrales nuestra concepción sobre nosotros mismos y los demás, y nuestro sentido de la identidad? Ellen M. McGee, consultora en ética y profesora adjunta de filosofía en la Universidad de Long Island, y Gerald Q. Maguire Jr., profesor en comunicación computacional en el Real Instituto de Tecnología de Estocolmo, consideran que “si la gente estuviese realmente conectada a través de su cerebro, los límites entre uno mismo y la voluntad de la comunidad disminuirán considerablemente. Las presiones para actuar como parte de un todo y no como un individuo aislado aumentarán. La cantidad y diversidad de información podrían abrumar a uno, y el sentido de sí mismo como un individuo único y aislado podría cambiar”, arguyen.

“Modificar el cerebro y sus poderes podría modificar nuestros estados psíquicos y alterar el concepto propio del usuario; de hecho, podría cambiar nuestra comprensión de lo que significa el ser humano. El límite entre mí yo físico y mi yo intelectual/percibido cambiará a medida que la capacidad de percibir e interactuar a distancia se expanda mucho más allá de lo que se puede lograr con una videoconferencia. Los límites de lo real y de los mundos virtuales pueden llegar a ser borrosos. Una conciencia cableada al conocimiento colectivo y acumulado de la humanidad seguramente transformará el sentido individual del yo“, argumentan estos autores, quienes advierten de que las consecuencias de estos cambios se desconocen.

Pero, sin duda, la implicación más aterradora de esta tecnología es la grave posibilidad de que facilitaría el control totalitario de los seres humanos más allá de lo retratado por Orwell, como señalan Maguire y McGee. George J. Annas, director y profesor del Departamento de Derecho de la Salud, de Bioética y de Derechos Humanos de la Universidad de Boston, considera que este tipo de dispositivos” no sólo nos permiten localizar a todos los implantados en cualquier momento, sino que además podrían ser programados en el futuro para monitorizar sonidos alrededor de los individuos y reproducir mensajes subliminales directamente en sus cerebros”. Es decir, no debemos obviar que un sistema de cerebros conectados en red podría facilitar la monitorización, predicción, control y manipulación del comportamiento humano por parte de gobiernos y/o de empresas transnacionales. Es por ello que el debate debe también abordar y ahondar en cuestiones tan básicas como quién va a controlar esa tecnología y qué se va a programar para su aplicación en el cerebro humano. Surge, pues, también la necesidad de transparencia y del uso de código abierto.

Las dudas y preguntas son innumerables y la cuestión requiere una evaluación interdisciplinar desde los campos de la informática, la biofísica, la medicina, la psicología, el derecho, la filosofía, la política pública, la economía… y tal vez una revisión de la literatura cyberpunk.

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